"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

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LA PERLA

LA PERLA © Jordi Sierra i Fabra 2006 En una noche de luna llena, flotando sobre la oscura inmensidad de las aguas del mar con su barca, un pobre pescador aguardaba impaciente la posible fortuna con la que los dioses quisieran recompensarle. Día a día, su familia comía lo que él conseguía extraer de las profundidades líquidas, casi siempre escaso. Noche a noche, él empujaba su barca desde la playa y se hacía a la mar, lloviera o titilaran las estrellas, hiciera frío o calor. Con su caña, su red y sus escasos aperos, observaba aquel mundo impenetrable inundado de melancólica tristeza, sabiendo que allí abajo los peces se movían ajenos a su desesperación. A veces la fortuna le sonreía regalándole un pez grande con el que sobrevivir más de dos o tres días. A veces. Pero por regla general eso sucedía muy de tarde en tarde. Muchas noches se contentaba con lo justo. Y otras… Aquella noche, agotado después de una semana frustrada y desesperante, tras haber discutido de día con su esposa, el pescador se quedó dormido en su barca. No se dio cuenta de que un gran pez había mordido su anzuelo hasta que el animal, herido, nadó para librarse de él. Entonces, sorprendido por su fuerza, incapaz de reaccionar a tiempo, la barca volcó y su dueño acabó en el agua. Por un momento, sintiéndose más y más desgraciado de lo que jamás se hubiera sentido, no hizo nada por ganar la superficie, se abandonó, dejó que su cuerpo se hundiera en las aguas, arropado por el silencio que lo envolvía igual que una mortaja. Hasta que pensó en su esposa y en su hija, su más preciado tesoro. Justo en el instante en que iba a bracear hacia arriba, para recuperar la vida y el oxígeno para sus pulmones, el pescador vio un destello bajo él, apenas a un par de metros de su posición, pues casi había llegado hasta el fondo. Era como si la luna llena arrancara aquel fuego plateado de las profundidades del abismo. Una luz brillante, celestial, inmaculada. La luz de una perla. Y no una cualquiera, sino la más hermosa y gigantesca perla que jamás hubiera llegado a imaginar. Sin apenas aire en sus pulmones, pero sabiendo que si subía a la superficie, lo tomaba y volvía a bajar, lo más seguro era que no encontrase de nuevo el origen de aquel resplandor, braceó al límite de sus fuerzas hacia su objetivo y no menguó en su ímpetu hasta que su mano se cerró en torno a ella. Después tomó impulso. Creyó que no llegaba, que sus pulmones reventarían, que sus fuerzas le abandonarían mucho antes, pero lo consiguió. Cuando su cabeza afloró a ras de agua exhaló un grito de alegría y miró hacia la luna y las estrellas. Por primera vez en su vida estaba seguro de que su suerte había cambiado. Se puso la perla en la boca, recuperó los dos remos, los empujó hacia la barca, se subió a ella y, como pudo, consiguió encauzarla rumbo a la playa y el pueblo. Cuando llegó a su casa, al amanecer, exhausto, y les mostró la perla a su mujer y a su hija, les dijo: —Estamos salvados. Con lo que me den por este tesoro podremos vivir unos buenos años, quizás muchos, e iniciar así una etapa de mayor prosperidad. —Padre, por Dios, no la vendas —le imploró su hija, absorta, alucinada ante la magnificencia de aquella maravilla—. ¿Por qué no me la regalas a mí? —Pero, Idaia, ¿para qué quieres tú algo tan valioso? ¿No es más importante poder comer y merecer una vida mucho más digna de la que hemos tenido hasta hoy? —Dásela —asintió la madre de la muchacha—. Luciendo un tesoro de tal belleza, nuestra hija sin duda hará una muy buena boda, hechizará al pretendiente que se le antoje, y entonces será nuestro yerno el que nos mantenga el resto de nuestra vida, pues no se atreverá a desairar a los padres de su amada. Mucho mejor que venderla es invertirla en un futuro tan halagüeño para todos, ¿no te parece? No pudo el pescador luchar contra la voluntad de su esposa y su hija, así que le entregó la perla a la muchacha. Esta la engarzó en una argolla y se la colgó de su oreja izquierda. Al instante, nada más verse en el espejo, quedó fascinada por su propia imagen. Y no fue la única. Aquel mismo día, cuando Idaia salió a la calle, a todos se les antojó distinta, más hermosa, más perfecta de lo que jamás hubieran imaginado. La perla ejercía una absoluta fascinación sobre cualquiera que la viera. Y la voz corrió rápidamente. Tanto fue así que a los pocos días los jóvenes del pueblo hicieron lo imposible por aproximarse a ella, rondando su casa o tratando de entablar la menor conversación. Siempre había sido hermosa aunque discreta. La perla anuló la discreción y sublimó la belleza. Un efecto demoledor. Idaia, por su parte, ya no era la misma. Llevar la perla la hacía sentirse superior, más firme y segura. Incluso se olvidó de su habitual bondad y alegría para convertirse en una persona diferente, más distante, más orgullosa. Dejó de gustarle Boj, y de amar secretamente a Pancah, y de fijarse en Meiko, todos tan pobres como ella. Al verse rodeada por los pretendientes más nobles e influyentes de los alrededores, tal y como había previsto su madre, supo que el mundo podía ser suyo con sólo alargar una mano y atraparlo. Cerró su corazón. Y escogió al más rico de sus pretendientes. Cuando la boda se celebró, su madre se sintió compensada, su padre dejó de pescar, se mudaron de casa, dejaron atrás su vida anterior. Y ella, la más bella entre las bellas, se convirtió en la mujer más admirada. Idaia no se quitaba jamás la perla de su oreja izquierda. Ni para dormir. Temía que si su esposo la veía sin ella, la devoción que sentía se desvaneciera. La perla le daba confianza, seguridad, fuerza. La llevaba a todas horas y asistía, feliz, al asombro de cuántos se le acercaban. En realidad, y eso tardó años en saberlo, ya no era una mujer con una perla como pendiente, sino una perla maravillosa con una mujer detrás. Para cuando descubrió esto, Idaia era mayor, tenía una hija adolescente y se sentía la persona más infeliz y desgraciada del mundo. Incapaz de ser dichosa. Su esposo la adoraba a través de la perla, pero ella comprendió demasiado tarde que no le amaba a él, que seguía pensando en Boj, en Pancah, en Meiko. Sus criados, vecinos y amigos, la respetaban, pero no por sí misma, sino por ser la dueña de la perla. Lo peor eran las amigas, cuya envidia la hacía sentirse sola y perdida. Asistía a fiestas y recepciones, la invitaban siempre, pero era para admirar la perla. En cierta ocasión hizo la prueba: asistió a un acto sin ella. Las consecuencias fueron terribles. Jamás se había sentido más sola. Nadie le habló. Nadie quería estar a su lado. Sin la perla veían la realidad. La veían a sí misma. Volvió a ser la muchacha discreta y vulgar, la hija del humilde pescador que fue durante años hasta que su padre encontró aquel tesoro. Y no es que eso fuera malo, al contrario, pero en el mundo falso en el que se había introducido no cabía. Asustada, volvió a ponérsela al llegar a casa. Pero desde aquella noche la odio. Con toda su alma. Era esclava de su tesoro. No poseía la perla. La perla la poseía a ella. Los meses siguientes fueron terribles. No quería salir de casa. No quería ver a nadie. Se encerró en sus habitaciones y se pasaba el día leyendo, viviendo a través de las historias de los demás sus sueños no cumplidos. La última de sus fatalidades fue la muerte de su esposo. Había sido su marido y era el padre de su hija. Eso jamás iba a ser cambiado por mucho que reconociera su error al casarse con él. Tantos tiempo ciega… Cuando su hija Maika iba a cumplir dieciséis años y le preguntó que deseaba como regalo de su mayoría de edad, la muchacha le respondió: —Madre, yo quisiera que me regalaras la perla. Tú ya eres mayor, guardas luto por la muerte de mi padre, en paz descanse. Ya no la necesitas. Yo en cambio, con ella, seré feliz, me admirarán como te admiran a ti, sin duda me casaré con el joven más apuesto y rico de la comarca, del reino, y tendré el mundo a mis pies. Los ojos de Maika brillaban de tal forma que su madre se asustó. No había en ellos amor, sólo codicia, ansiedad… —¿Y si te dijera que esta perla sólo te traerá infelicidad? —suspiró entristecida. Su hija lanzó una carcajada. —¿Estás de broma? —el brillo de la mirada se acentuó—. Esta perla cambió tu vida, ¿no es así? Justo es ahora que cambie la mía. Las palabras de Maika aplastaron los pensamientos de Idaia durante horas, de tal forma que aquella noche no pudo dormir. Por la mañana, al salir el sol y asomarse a las ventanas de sus habitaciones, tuvo un ramalazo de miedo. Había cometido un error. ¿Dejaría que ese mismo error alcanzase a quien más quería? Y comprendió la verdad. Aquel mismo día, en secreto, salió de su mansión sin avisar a nadie y condujo su carruaje hasta la costa, hasta la misma playa en la que todo empezó. No había estado en su vieja casa, todavía mantenida en pie, desde que la abandonó para casarse con su esposo. Los recuerdos se agolparon en su mente, sacudiéndola, pero los apartó negándose a mostrarse débil ante su fuerza. Caminó por la arena con determinación, pagó generosamente a un pescador para que empujara su barca hasta el agua con ella dentro, y empuñó los remos como tantas veces hizo en su juventud, negándose a que el pescador la acompañara. A los pocos minutos se alejaba de la costa. Una hora después estaba sola en mitad del mar. Idaia aseguró los remos, permaneció unos segundos flotando en el silencio, mecida por las suaves olas que besaban la madera de su barca, y entonces, despacio, se quitó el pendiente. La perla brilló bañada por el sol. Tan hermosa. Tan increíble. —Tú no tienes la culpa —le dijo. Luego la besó y la echó al agua. La devolvió a su hogar. Cuando una hora después llegó de nuevo a tierra y el pescador la ayudó a bajar de la barca, Idaia sonreía como no lo hacía desde muchos años antes. Libre. Justo desde el día en que su padre llegó a casa con la perla.

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